Disimula sus lágrimas, se maquilla una sonrisa e irrumpe en
escena. Los focos deslumbran su decrépita figura. Sitiado por insultos
y vejaciones repite idéntico final cada tarde: saca un revólver, encaja
una bala en el tambor y lo hace girar de forma caprichosa. Una detonación fría
enmudece la carpa. Mientras su cuerpo menudo finge la muerte, los niños
aplauden enfervorecidos. El domador, escondiendo el rastro sanguinolento
garabateado en la pista, retira apresurado el cuerpo del payaso. Llueven
palomitas y pompas de jabón. Un redoble nervioso de tambores brilla en la
oscuridad: “…ahora…”, titubea el presentador... Nada, sólo grita el silencio.
(*) Publicado en Químicamente Impuro.
(*) Publicado en Químicamente Impuro.