Sus cuerpos diminutos surgen rayando el horizonte, la compañía se
aproxima parsimoniosa seguida por una línea infinita de trineos. Irrumpen en el
pueblo emboscados, arrastrando sus cuerpos lastrados por el hielo; en ese
espejo albino se reflejan sus anatomías exangües y
sus rostros planos, con pómulos prominentes y
nariz aquilina. Los trineos jaula, tirados por bueyes
almizcleros, esconden los animales de la taiga: el caribú, el oso polar “súper
depredador del ártico”, el lemmin, el búho nival y la foca arpa. Acompañando al
circo llega la Diosa Sila, el espíritu del aire, controladora del
tiempo, así como de la abundancia o escasez de la caza.
Ensamblan su carpa con megalíticos
bloques de hielo, la construcción asemeja un iglú gigante inconcluso
en su coronamiento, para que la luz de la aurora boreal alumbre la función. Los
búhos sobrevuelan la pista mientras la ecuyére hace equilibrios a lomos del
alce; este año el circo presenta un espectáculo sublime: de la caja del
escapista irrumpe el Yeti y por su aro de fuego saltan solícitos la
ballena blanca y el narval.
El cielo de la noche ilumina la
pista. Los mayores respiran constreñidos, saben que la aurora boreal sólo es la
luz de las antorchas de los muertos señalando el camino del abismo.
Los niños, ajenos a la tragedia de la existencia, aplauden
entusiasmados el suicidio de los lemmings mientras el cuerpo esviscerado del
abominable hombre de las nieves, ensartado por el asta del narval, regurgita
sangre sobre la pista. Cuando oscuridad y silencio interseccionan, los
espíritus del averno penetran sigilosos en la carpa, en ese minúsculo instante
las zarpas del oso revelan el contorno de los
elegidos: para ellos el circo de la vida representa allí su última
función.