El circo emergía cuando el
verano angostaba. Aparecía sin música ni elefantes. No había magia, tampoco
equilibristas. El público acarreaba sus propias sillas hasta la plaza y, como
no tenía carpa ni pista que montar, la función se representaba en la calle. Los
vecinos participaban facilitando los animales: una cabra, un conejo y un par de
gallinas. Tío Anselmo, el gaitero, se soltaba con alguna salmodia, y Marcial,
el alguacilillo, relataba historias tristes de otros tiempos. Nadie oficiaba de
maestro de ceremonias y nunca se escucharon risas ni ovaciones. Decían que el
mejor número era uno protagonizado por fantasmas, pero ningún ser humano pudo
verlo. Las campanas tañían a muerto y, finalizada la función, la compañía se
evaporaba. Sin música, sin aplausos, sin nada, y marchaban por el mismo camino
por el que nunca vinieron.
(*) Publicado en Químicamente Impuro.
(*) Incluido en "Grandes Microrrelatos del 2011".
(Selección realizada por los lectores de la Internacional Microcuentista).
(*) Publicado en Químicamente Impuro.
(*) Incluido en "Grandes Microrrelatos del 2011".
(Selección realizada por los lectores de la Internacional Microcuentista).